Hace unos meses, salieron del parque de La pépinière de Nancy (Francia) los últimos animales salvajes. El municipio tomó la decisión en 2020, pero han tenido que buscar centros y refugios naturales donde alojarlos en condiciones más cercanas al origen al que la mayoría no pueden volver. En 2010, descubrimos el lugar por casualidad e hice esa foto del chimpancé. Lo llamaban Jojo, era uno de los cautivos más longevos de su especie y, desde 1995, el único del lugar. No ha alcanzado la liberación ni el traslado a un lugar más acogedor porque falleció en 2012.
Era una de esas horas sin gente en las que sólo pasan por casualidad (ya entonces nunca visitábamos zoos) los turistas que van a otra parte. Algunos pavos reales merodeaban entre los cercados. Había gamos, cabras y burros. Una comunidad de macacos habitaba unas rocas guardadas por pastores eléctricos. Pero nos detuvimos ante el simio solitario. Al pasar junto a la jaula, cuando creíamos que estaba vacía, llegó de repente y se sentó en el límite. Fijó en nosotros una mirada con algunas pinceladas de interés amistoso que no llegaban a ocultar el tedio y la tristeza. Agarraba un barrote con la mano derecha, como los convictos aburridos en las películas carcelarias, y extendió hacia fuera la izquierda, que sujetaba la raíz y algunas hojas de una planta, en un gesto claro y formal de ofrecimiento.
Quizá estaba iniciando alguna ceremonia o juego (¿los animales los diferencian?), algún ritual de reconocimiento mutuo basado en lo más elemental: el intercambio de alimentos. Pero no podíamos participar. Aparte de que no teníamos nada que ofrecerle, una barandilla impedía acercarse a la jaula. Siguió un rato en esa actitud. Le dijimos algo, no recuerdo qué, como cuando te sientes obligado a hablarle a alguien que trata de ser amable contigo. Luego hizo un leve gesto de fatiga (esas caras primates, tan toscas, son muy expresivas) y, con un movimiento teatral de la muñeca (llevaba décadas estudiando a su público), dejó caer fuera de la jaula el presente que nos ofrecía, no con agresividad, sino como cuando los humanos le ofrecemos una galleta a un perro y éste no la quiere coger (señal de que está bien alimentado) y se la dejamos en el suelo, a su alcance, un poco decepcionados porque pasa de nosotros.
La fotografía está desenfocada; el zum mal utilizado limita la profundidad; es una aproximación inútil, aunque no puede difuminar la mirada del mono. Pero quizá el error óptico incrementa el poder del recuerdo: cada vez que veo un animal preso, me acuerdo de aquel tipo borroso, triste, serio y obstinado en sobevivir. Demasiado humano, por supuesto: hay que decir ese y otros lugares comunes, y también señalar que en esos casos no se sabe quién mira a quién, y luego fingir sorpresa por la otredad de un animal, tantas veces percibida con la inquietud de vislumbrar que ahí hay alguien al que podemos imaginar meditando sobre nuestra propia mirada. Incluso podemos (renunciando a la soberbia de sapiens cobardes) ponerle palabras, idear una corriente interior de pensamiento que nos tome por objetos como nosotros a él. Si Julio Cortázar pudo hacerlo con un ajolote (un anfibio que lo único que hace es pensar), cualquiera puede hacerlo con un mono, un pariente tan cercano, y sentirse molesto al verlo prisionero.