Este blog ha estado últimamente algo inactivo (no, esta no es una de esas entradas de blog en las que se niega la decadencia por la que nadie ha preguntado), y eso se debe en parte a la construcción de un subdominio.
La gracia del lenguaje informático es que uno parece poseer cosas que nunca soñó tener: dominios y subdominios, como feudos jerarquizados, que contienen estructuras, almacenes, bancos de datos, galerías de imágenes…
Bancos: ¿alguien pensó alguna vez disponer de uno, acorazado, con una sola clave de acceso encriptada por eficaces algoritmos que sin embargo (el mal acecha) nunca están a salvo del todo? Aunque no contenga dinero, la exclusividad de ese hueco concede cierta autoestima de especulador con la adrenalina a punto para una crisis de denegación de servicios.
Galerías: cada internauta con su falso museo a cuestas, en la alforja de los jpegs, mientras trama quizás que un día de estos irá al museo de verdad a ver tal o cual cuadro, que por supuesto habrá imaginado más grande o más pequeño, pero siempre más luminoso.
Y todo desde una génesis tan sencilla que produce nostalgia. La del humilde neolítico que empezó a hacer muescas ordenadas en un palo para clasificar los corderos marcados como propios después del primer desbarajuste comunitario. Ya ven: toda la historia está llena de propiedades y apropiaciones. La del ciberespacio también. Y de momento no hay conflicto porque abunda, se paga con publicidad e interesa que se ocupe. Si evoluciona hacia la escasez, ya veremos qué pasa.
Ciberinocencia
Sostengo que ni el trabajo, ni la ocupación, ni la ley pueden engendrar la propiedad; que ésta es un efecto sin causa. ¿Soy digno de reprensión? ¡Cuántos murmullos se alzan!
Pierre-Joseph Proudhon. ¿Qué es la Propiedad? (1840).