Al entrar, el anciano permitió el paso de un ligera corriente de aire que despertó por unas décimas de segundo el aleteo de diminutas banderas de papel.
La brisa del amanecer desperezó a los vigías; enseguida sonó la primera trompeta.
Parecía el tradicional habitante de una penumbra de biblioteca convertida en salón de coleccionista.
Ruido de ruedas de carros y tornos de pozos. Cacerolas y maldiciones.
Muñecas de porcelana en altas vitrinas cubrían todas las paredes dejando apenas entrar contraluces por las ventanas rematadas con vitrales de colores dorados.
De pronto, el orden.
Ocupaba casi todo el espacio central una enorme mesa de roble oscuro con mil ciento noventa y nueve soldados de todos los ejércitos conocidos pasados y presentes en formación exacta.
El hombre avanzó penosamente, hacia una esquina de la mesa. Llevaba en la mano la estatuilla en plomo pintado de un zuavo de 1888, barbudo, con fez y chalecos rojos, polainas blancas, fusil cruzado a la espalda y las manos apoyadas en el cinturón como quien lleva siglos esperando.
El general y sus adjuntos trotaron de ala a ala.
Había en la formación de miniaturas un hueco que nadie que no fuera el coleccionista hubiera distinguido. Con una precisión inesperada en aquellos dedos casi centenarios, el hombre puso el soldadito en su lugar.
Un silbido de pólvora explicó la metralla.
Después, se apartó un poco de la mesa, murmuró “mil doscientos”, esbozó una sonrisa y volvió a la sombra del aburrimiento.