Las utopías me suelen parecer demasiado beatíficas, aunque, por respeto a Eduardo Galeano, admito que pueden servir para seguir avanzando. Prefiero las distopías, por su carga crítica y su tendencia al humor amargo. Y lo que más me gusta es el tercer plano de los mundos improbables, las ucronías, es decir, los relatos obtenidos por métodos contrafactuales aplicados a periodos de hechos más o menos homologados por los medios correctores.
Ya sé que la reescritura de la Historia y de nuestras pequeñas historias es una tentación para todos. Supongo que incluso los historiadores más honrados tienen que luchar contra el deseo de abolir el dato que no encaja en el prejuicio o el descubrimiento que esclaviza la confirmación de la hipótesis. Los profesionales de la política lo hacen constantemente por motivos obvios y los súbditos lo hacemos para soñar que aquella plaza de aparcamiento estaba libre o que nunca cogimos un autobús equivocado. Quizá sólo los locos no lo hacen, porque sienten que su mundo siempre es verdadero; pero esa sí que es una historia alternativa a esta.
Sin embargo, dejando aparte las grandes mentiras y los pequeños autoengaños, cuando intervenimos sobre el pasado con ánimo crítico y creativo, a veces conseguimos que surja del juego una mejor comprensión del presente. O por lo menos pasar un buen rato.
Dentro del género, hay una tradición que ha puesto el foco sobre el tema de la Segunda Guerra Mundial y el ascenso de los movimientos fascistas. Me vienen ahora a la memoria las novelas El hombre en el castillo, de Philip K. Dick, La conjura contra América, de Philip Roth, El sueño de hierro, de Norman Spinrad, o el proyecto cinematográfico Iron Sky, que merecería un artículo propio. Pero hoy toca hablar de Quentin Tarantino.
Hace poco vi Inglourious Basterds y me pareció tremenda y maravillosa. En ella se cuenta cómo la Segunda Guerra Mundial tuvo otro final gracias a los caminos convergentes de una chica judía y un grupo de guerrilleros de métodos muy sucios reclutados entre la escoria (valga la palabra de raro homenaje al yiddish Isaac Bashevis Singer) que suelen dejar a su paso los comienzos de las guerras. Los soldados, judíos nada regulares en busca de venganza, están a las órdenes de un teniente mestizo de Tenessee cuyos discursos antirracistas predican una guerra santa contra los nazis y recuerdan aquella parrafada bíblica (falsa, por cierto) de Samuel L. Jackson en Pulp fiction.
Pero eso es sólo una pequeña parte del elenco y un pobre retazo de una película que homenajea al cine mientras señala el turbio papel del séptimo arte como excitador de los más bajos sentimientos patrióticos al servicio del propagandista Goebbels, las exquisitas maneras de los jerarcas de la Gestapo (que parecen ir a comerse el mundo como comen strudel cubierto de nata en un restaurante de lujo) y, de paso, con salvaje frescura, introduce una reflexión sobre la memoria histórica y sobre las marcas indelebles que, de hacer caso al teniente Aldo Apache Raine, deberían delatar a los criminales y sus cómplices.
Y además es una película bella y divertida. Y, sobre todo, es buen cine.