Sentimentalizaciones

Habiendo percibido la incomprensión del público (el cual, no obstante, no recuperará el importe de sus billetes), procede a retirar el antisistema de transporte llamado ‘MetroTUS’.

Honoré Daumier. En el ómnibus (1864).

Dice la última moda de la opinión que el nacionalismo es una sentimentalización de la política, la lucha de clases es una sentimentalización de la economía, el deporte (espectacular o intimista) es una sentimentalización del ejercicio físico; el coleccionismo de arte, una sentimentalización del deseo de poseer objetos bellos, inquietantes o repulsivos o ideas y palabras de los tres tipos; la reivindicación del AVE, una sentimentalización del deseo de huir o de venir… Eso era la última moda hasta hace unos instantes, porque de pronto recibo un email que me informa de que durante los próximos diez minutos los medios rendirán pleitesía a un joven y enfurecido teórico que afirma que toda protesta es fútil porque de inmediato es integrada y que toda demostración es ociosa porque lo que mola es la perspectiva periodística y no el ensayo, y lo hace sumando en pocos tuits a doña Ana Botín, Federico García Lorca y Frida Kahlo. A Federico y Frida me atrevo a tratarlos con reverente tuteo, pero con la banca no hay que tomarse confianzas, y a los columnistas de guardia no hay que cederles emociones, que luego ponen papeles y redes como tertulias de la sexta tuerca. Me parece que me he vuelto a hacer un lío. La publicidad bancaria -retomo- es una sentimentalización de la riqueza, aunque se venda convirtiendo en peripatéticos consejeros a comerciales como Nadal, Loquillo o un tipo con aspecto de vampiro que dirige una ETT.

Pero todo sucede muy deprisa en la realidad y, mientras se promociona lo imposible, salta la noticia local que comprime todas las sensaciones en una exhibición de turbomixers con dj desertor: el Ayuntamiento de Santander declara que, habiendo percibido la incomprensión del público (el cual, no obstante, no recuperará el importe de sus billetes), procede a retirar el antisistema de transporte llamado MetroTUS. Lo hace sin vergüenza ni contrición, pero lo hace. Es una trampa, advierte alguien con cara de simpático calamar-casandra. Es una broma, dice otro con más motivo: mantienen el disparate dos meses más. ¿Y mientras? El vacío, que por cierto ya existía, porque los últimos parches habían traído augurios de caos definitivo. Incluso algunas líneas habían apagado las obscenas pantallas panfletarias azules, y los vehículos parecían sortear los abismos de Babel. Una tercera voz se lamenta: quedarán ruinas ostentosas, como esas paradas faraónicas y esos autobuses enormes y desiertos de la Línea Central, con mayúscula sentimental. Y en el horizonte acechan nubarrones privatizadores.

Esa noticia sí que ha tocado sentimientos; y sin jerga sociológica: es que, simplemente, digamos, nos han tocado a muchos los desplazamientos cotidianos. El Ayuntamiento, por supuesto, elaborará una negación de los fracasos, es decir, una sentimentalización de la confianza en uno mismo y su equipo de ingenieros después de haber engañado a la mayoría tantas veces que parece increíble que todavía sigan votándonos esos pardillos. Considerará que el triunfo de la plebe (por miembro de ella me tengo) es una sentimentalización de su incapacidad para comprender que toda la desfachatez empleada en justificar el disparate era por el bien común y corriente de negocios necesarios que no necesitaba conocer. Pero la vieja y baja comunidad que tantas broncas ha aportado a la historia mantiene una potencia separada de los discursos municipales. La pena es que sólo la use en cuestiones muy inmediatas (y con demasiada frecuencia para aplausos a tiranos, pogromos y otras barbaridades; no vayan a creer en la pureza, que ciudadanos hay para todos los gustos, como la autodenominación de algunos indica) y que el ambiente habitual nos haga estar encantados de desconocernos.

Pero algo es algo: el gobierno municipal se ha fulminado a sí mismo para sobrevivir porque sabe que la oposición que tiene que temer no es la política al uso, sino el sencillo cabreo de la gente, que todo lo sentimentaliza -igual hay que decir que lo siente- sin pudor.

Como tengo que poner un colofón, helo: para llegar a lo serio, hay que reírse primero de esas palabras-autobús, tan largas y vacías que sólo sirven para ocupar líneas centrales mientras el debate real está en otra parte. Por más vueltas que le doy, no entiendo para qué sirve un verbo tan resentido. Quizá se plantan demasiados arbustos ornamentales en el bosque del lenguaje. Repitan un rato ‘sentimentalizar, sentimentalizar, sentimentalizar…’ y no tardarán en detestarlo como al olor hipnótico de los narcisos.

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Ánimas

Los espíritus humildes más afortunados suelen perder el tiempo en depuraciones antes de entrar al paraíso.

James Hamilton. Náufragos (1875).

Sin entrar a debatir la dualidad cartesiana, y con toda legitimidad, los vecinos de la llamada calle Alcázar de Toledo (al parecer, denominación vergonzante de la bautizada en 1937 como Héroes del Alcázar, que antes fue de ambiente izquierdista con el nombre de Primero de Mayo) no quieren vivir en un lugar llamado Cuesta de las Ánimas.

“Ellos se lo pierden”, dice el espectro granguiñolesco del Obispo Regente de Cantabria, para algunos primer presidente autonómico, santiguándose mientras cabalga.

Prefieren Calle del Parlamento o seguir como estaban, es decir, la corrección instituida o el homenaje a una matanza del panteón fascista (no es, como se ha dicho, un homenaje a un edificio cuyo origen está más allá de la edad media) antes que una referencia a fantasmas que, sin embargo, descansan más en paz que los guerreros cuya memoria espolean mientras las almas anónimas apenas se distinguen en los restos del camino.

Las ánimas, según la religión dominante en estos pagos, tienen un matiz de gracia provisional y suelen habitar el purgatorio. Sólo están en un período de espera. Pero a los vecinos les parece tétrico recordar que aquello era la cuesta a un camposanto, un convento, un hospital, una iglesia, una gallera, un beaterio, una cárcel, una fábrica, un barrio… Todo lo cual no andaba lejos, en la cúspide y sus descensos, de las putas baratas (las caras moraban en las famosas mancebías donde cuenta Jesús Pardo que el ortodoxo Menéndez Pelayo, devoto del templo mencionado, fornicaba sin quitarse el cuello duro: dicen los malvados que por esa revelación le dieron al santanderino para cuya memoria sólo existe El Sardinero el premio de las Letras de Santander) y tampoco muy a desmano de un pequeño laberinto enfangado que se sumía en el callejón del Infierno, etiqueta nada rara de los pasos inferiores en la Europa latinizada y apenas una mirada etimológica al país de los castigos demoníacos.

Una vez más, resulta patético hablar de ánimas en lugar de nombrar al ánimo. Para que luego digan que el género no importa. O la clase: los espíritus humildes más afortunados suelen perder el tiempo en depuraciones antes de entrar al paraíso; quizá las necesidades los ataron en vida a la materia y preferían trabajar para comer o beber para olvidar que rezar; son oscuras dependencias que los ricos no tienen que justificar. Los ricos no necesitan ni el olvido. Es un mundo raro este, lleno de nombres provisionales y universales de chichinabo. Los homenajes a las intermitencias de la barbarie (Proust hablaba de las del corazón para explicar las de la memoria; por eso por aquí no tiene calles ni éxito) de vencedores o vencidos son aceptados o repudiados sin problemas, pero los hundidos en el anonimato del destino ambiguo dan mal rollo con sus regresos. Creo que en Santander no hubo nunca una calle del Purgatorio ni del Limbo, que tan bien funcionan como símbolos en películas y en novelas distópicas. Sí hubo una calleja llamada Cadalso, sin duda de real origen y bien anclada en la advertencia. Los castellanos, incluso, tienen en el páramo un noble pueblo llamado Tinieblas.

Se puede hablar a muchos niveles de la necesidad de actualizar los nombres. Por ejemplo, igual hay que empezar a pensar en renombrar el Mediterráneo Mar de las Ánimas Sin Refugio, un lugar rodeado de costas malditas y puertos fortificados donde hay que debatir cada rescate con la misma demagogia y crueldad financiera que la deuda pública, como si, una vez fijada la tasa de ganancias geopolíticas y valorada la oportunidad, fuera opcional salvar las vidas de los náufragos.

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Vértigo

La ciudad está llena de tejados y fachadas, y el impacto de lo nuevo ya no es un contenedor de arte, sino, por ejemplo, así, de pronto, dos fotografías ajenas al espectáculo oficial

Santander | RPLl.

En Santander hay más tejados que antes desde que instalaron ese mirador mediocre y escamado al lado de la bahía. Sin proponérselo, la especulación cultural ha desvelado otros aspectos de la fachada elevando la vista hasta casi desnudar el telar del teatro por encima de bambalinas y bastidores de lo que fue calle de la Ribera, que discurría demasiado cerca de la mar partiendo del lodazal de las atarazanas arruinadas después de talar miles de robles y llegaba hasta el lugar donde confluían todos los márgenes, así que se fue alejando de la orilla mediante proyectos inacabados (esta burguesía ha sido siempre más bien perezosa) para hacerse paseo sin peligro de chapuzón, telón pintado a la moda, bancada de consignatarios, joyerías, cafeterías y un gran poco más con arco y todo.

Ese casi descubrimiento de la trastienda desde un lugar alzado propiciado por poderes duchos en mirar para otro lado debería ser, cuando menos, motivo de orgullo pintoresco -porque reflexión es mucho pedir-, pero el foco se opone a la doctrina del angra sagrada tan multiplicada en la telebasura de los autobuses como anegada y reducida año tras año mientras deliran esquivando las reglas de las mareas con escolleras. Bahía que se llama como un banco y se apellida como una fundación, pero ya estaba ahí antes de ser nombrada con una vaga mención a unos cuerpos santos ocultos en unas termas romanas. Ahora, el mirador pierde platillos cerámicos sobrevalorados, el suelo vibra, envejece mucho más deprisa que el relicario de la catedral y bosteza de autobombo. En un armario, miles de tarjetas de cántabros con derecho a entrada gratuita esperan a ser recogidas por sus entusiasmados solicitantes.

La bahía, ciertamente, sigue siendo bonita e incluso bella cuando las luces así lo determinan. Pero la ciudad sigue ahí, llena de tejados y fachadas, y el impacto de lo nuevo ya no es un contenedor de arte, sino, por ejemplo, así, de pronto, dos fotografías ajenas al espectáculo oficial.

Mujer limpiando ventana

Mujer tomando el sol en el tejado

Capturas de internet de la fotografías mencionadas.
Ambas han sido muy difundidas en redes sociales, pero no he podido atribuir a nadie su autoría.
(Pulsar en las imágenes para ampliarlas.)

Se trata de dos imágenes de mujeres, lo cual confirma la teoría de que comienzan tiempos venturosos en que la imagen masculina tiende, como el poder patriarcal, al aburrimiento rabioso y decadente. Una mujer que tomaba el sol en el tejado fue capturada por algún ocioso y hemos decidido que sea joven, hermosa y feliz pese a lo desenfocado de la foto y el musgo de las tejas. Otra mujer, que limpiaba una persiana sobre un abismo, vestida como el estereotipo más real del trabajo femenino, ha venido a producir un miedo disparatado con el desequilibrio de sus zapatillas y bata rosas y guantes azules sujeta a la nada en el alféizar de una ventana sin alféizar.

No se puede llegar al verano con la piel blanca ni con las persianas sucias. Puede que ambos riesgos sean productos de dogmas estéticos y perversiones sociales, pero a la vez discrepan en el terreno crucial de las sensaciones; son mundos opuestos: uno estático, receptor de un sol escaso y difícil; el otro activo para quitar la pátina del clima en lamas de plástico. Laxitud y trabajo. Cada acto con su peligro, su necesidad o su insensatez.

Los cuerpos santos eran esqueletos amontonados en los restos de un templo pagano. Puede que se les borraran a golpes de hisopo los antecedentes politeístas y se taparan las huellas de las libertades bacanales. La mujer del tejado buscaba una satisfacción pagana en la ceremonia del tejado; probablemente se imaginaba invisible; pertenece a una tradición lejana reavivada por el consumo del sol en una forma que no molesta a las hidroeléctricas. La de la ventana nos remite a la disciplina del trabajo o de la obsesión por la limpieza; ignora el vértigo y seguramente prefiere la sombra. Pero las dos han ocupado el panorama de los grandes belvederes y mirones con la ventaja de que nadie se ha hecho un selfi ante ellas (nadie anduvo tan listillo) y además han forzado la tensión desenfocada de los grandes maestros de la fotografía tosca e instantánea: Lartigue, Tichy…, vayan buscando referencias; a ver si va a resultar que los objetivos del arte más interesante están lejos del cajón-mirador, en esas formas imprevisibles de las calles…

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Ómnibus

Pese a la etimología de la palabra (‘ómnibus’ significa ‘para todos’), es evidente que los usuarios de transportes colectivos sufren un desprecio histórico sólo comparable al de los puros peatones.

Inundación (1923)

–¿A dónde vamos?

–No hay manera de saberlo. El conductor está loco.

–¿Entonces?

–No se sabe nunca cómo va a acabar. Nadie sube en este vehículo habitualmente. Por cierto, ¿cómo ha subido usted?

–Como todo el mundo. ¿Qué es lo que le ha vuelto loco?

–No lo sé. Encuentro conductores locos por todas partes. ¿No le parece gracioso?

–¡Demonios, no!

–Es la empresa. En la empresa, están todos locos.

(Boris Vian. El otoño en Pekín, 1947).

***

-La señora alcaldesa podría…

-La señora alcaldesa nos ha…

-La señora alcaldesa…

En la hora punta, se añade el tratamiento formal porque la ironía ha calado en las paradas como el agua por carencia de mamparas. ¿Sueña la alcaldesa que le han vendido una moto averiada, una solución inconsistente, un modelo de transporte que sólo empeora lo que no puede funcionar en una ciudad dominada por los vehículos individuales? ¿O ya lo sabía en las vigilias de la planificación?

***

Hace 45 años que André Gorz publicó ‘La ideología social del coche’, un artículo tan denso como breve sobre la sociedad que ha entronizado el automóvil. Desde entonces, ese texto sobre la contradicción que supone la conversión de un objeto de lujo en producto para masas muestra el callejón sin salida del atasco capitalista y consumista y es la rotonda fundamental de las pesadillas y el espectro de los urbanistas avestruces:

A diferencia de la aspiradora, la telefonía sin cables o la bicicleta, que conservan todo su valor de uso cuando todo el mundo dispone de ellos, el auto, como las mansiones en la costa, sólo tiene interés y ventajas cuando la masa no lo posee. Porque el coche, tanto por su concepción como por su destino original, es un bien de lujo. Y el lujo, por esencia, no se democratiza: si todo el mundo accede al lujo, nadie saca ventajas; al contrario, todo el mundo avasalla, frustra y despoja a los demás y es avasallado, frustrado y despojado por ellos.

El autobús MetroTUS santanderino -lo llaman MetroPUS- obedece a una omisión radical y clasista: pese a la etimología de la palabra (‘ómnibus’ significa ‘para todos’), es evidente que los usuarios de transportes colectivos sufren un desprecio histórico sólo comparable al padecido por los puros peatones.

En los últimos años, las evidencias de que la sociedad urbana del automóvil es insostenible han obligado a muchas ciudades a eliminar áreas de tráfico e impulsar el transporte colectivo, pero todo parece indicar que aquí sólo se hace por interés turístico, especulativo o de infraestructuras privatizadas cuyos concesionarios marcan los tiempos. La contradicción del lujo barato es tan fuerte que promete restar votos si no se da solución a la masa de máquinas celulares, aburridas y ruidosas que se embute en la urbe casi monotrema. Y está muy claro que los poderes ni saben ni quieren darla porque son incapaces de planificar algo diferente al beneficio inmediato y cuanto menos común, mejor. Su política -es decir, su economía- tiene muy poco de ómnibus.

No sé que razonamientos, si los hay, e intereses (ya irán apareciendo) han llevado al Ayuntamiento y sus tecnócratas a apartar del centro los autobuses de largo recorrido, los más necesarios, con cambios y fusiones que recuerdan aquel autobús de normas delirantes que tanto le costó tomar a Amadis Dudu en la novela de Boris Vian y que, en manos de un conductor de demencia inevitable, llegó a un desierto superpoblado por el arte de la ficción, o sea, como hizo el abatido PGOU con el Santander futuro.

Como respuesta a las quejas, la primera reacción de la fachada municipal, acostumbrada a recibir por detrás los días de sur o cuando considere oportuno, es proclamar que el que no tiene movilidad es porque no la necesita y, si se queja, es porque no se adapta o no entiende el galimatías desinfográfico. Sin embargo, han bastado unas mínimas movilizaciones para que empiecen a poner unos parches que sólo sirven para resaltar la envergadura del fracaso. Espero que la sociedad civil no acepte el juego de tahúres y contradiga la propaganda de las pantallas que contaminan los propios autobuses.

***

Otra vez Gorz:

Un coche familiar, lo mismo que una casa con playa privada, ¿no ocupa un espacio extraño? ¿No está expoliando a los otros usuarios la calzada (peatones, ciclistas, usuarios de tranvías y autobuses)? Sin embargo, abundan los demagogos que que afirman que cada familia tiene derecho por lo menos a un automóvil, y que corresponde al estado garantizar que cada uno pueda aparcar cómodamente y rodar a 150 km/h por las carreteras. La monstruosidad de esta demagogia resulta evidente. (…) ¿Por qué, a diferencia de otros bienes “exclusivos” no se reconoce al coche como un lujo antisocial? Hay que buscar la respuesta en dos aspectos:

1: El automovilismo de masas materializa un triunfo absoluto de la ideología burguesa en la práctica cotidiana: funda y mantiene en cada uno la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer sobre los demás y a sus expensas. (…)

2: El automóvil ofrece el ejemplo contradictorio de un objeto de lujo que ha sido desvalorizado por su propia difusión. Pero la desvalorización práctica no ha supuesto su desvalorización ideológica: el mito del atractivo y los beneficios del coche persiste mientras los transportes colectivos, si fueran generalizados, demostrarían una superioridad impactante.

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Frío

El fin de semana pasado, 83 personas fueron denunciadas por beber en la calle. La temperatura nocturna no superó los cinco grados.

Puerto Chico | RPLl

Puerto Chico | RPLl

No sé si algún columnista no disfruta con una ola de frío y sueño. Por motivos poco lúdicos, el domingo por la mañana, muy temprano, deambulé por la ciudad. Fui el único cliente de una cafetería, el único viajero del primer trayecto de un autobús. No percibí en qué momento la noche se hizo un día igual de oscuro y glacial.

El fin de semana pasado, durante las noches y madrugadas, 83 personas fueron denunciadas por beber en la calle. En esos períodos, la temperatura no superó los cinco grados. Si la moral no miente, para emborracharse en esas condiciones, hay que ser muy pobre o muy canalla. Pero yo me he acordado de la novela “Sábado por la noche, domingo por la mañana” que Alan Sillitoe publicó en 1958 quizá para huir de la realidad contándola. Entonces había muchos más lectores interesados en las vidas de obreros que se emborrachaban todos los fines de semana en esforzadas competiciones, pero (y porque) tenían una vida envuelta en muros que agobiaban todas las perspectivas. Por lo menos podían pagar los precios de los pubs proletarios, rodar por las escaleras de las viviendas modestas y darse palizas en los callejones. Por lo menos estaban claras las fronteras. La clase obrera y sus barrios existían como realidades e ideas con una cierta coherencia. Hoy podemos ver los espacios gentrificados a alto precio y lo que fue colectividad dispersa en la precariedad a bajo coste. Sillitoe fue uno de los llamados ‘jóvenes airados’ británicos, uno de esos movimientos artísticos (a su pesar) que todavía se colaban por las grietas de habitaciones desconchadas carentes del atrezo de las estudiadas reivindicaciones de las galas actuales.

Y ese tipo de ciudad que Santander apenas fue por obligación y sin querer -y lo que tuvo de ella lo tapó o expulsó en cuanto pudo- me lleva por pura contradicción al símil de la lista (smart) ciudad-fachada, sus calles y sus borrachos fantasmales, en una pirueta digna de un ministro que antes fue alcalde y sigue usando el anglicismo para adjetivarlo todo: Smart Train, por ejemplo, sin ningún rubor.

Durante mi raro periplo, no encontré borrachos. Sólo calles en resaca y mal iluminadas. Los perdidos figurantes del festejo huidizo se hacían imaginar como sombras esdrújulas en extática peregrinación hacia los desolados intercambiadores del nuevo falso transporte metropolitano. Las cuadrillas residuales de botellón de invierno (pero no se puede juzgar el todo por la parte) suelen reventar las botellas en los alrededores de los contenedores de vidrio. La intemperie había apagado el ruido de cristales rotos entre granizos y reflejos de leds mínimas, y ya habían pasado las broncas con la policía.

Los grandes, flamantes, articulados autobuses vacíos del metrobús empezaron a pasar hacia las monumentales paradas que parecen creerse estaciones teletransportadoras. Llevaban una lenta prisa, tal vez medida para facilitar la contemplación del arte callejero acomodado. Ya han sometido lo subterráneo a lo superficial (underground, qué mal te sientan los solarium), o eso creen, pero, ¿cómo demonios se forma un derivado de calle que no pase por calleja y cómo cabe una calle de verdad -no una de centro comercial- en un museo?

Nos están haciendo pasar el invierno entre las obras preparatorias de un negocio de turismo masivo que da escalofríos. En verano, serán mucho más tolerantes con las hordas nocturnas que ahora con los pobres borrachos del viento polar.

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Construcciones y constricciones

La gran constricción de los constructores son las leyes de la física, el empecinamiento newtoniano de las cosas en caer. Aducir ilusiones es de mal gusto cuando la gente pierde sus hogares.

Lovis Corinth. Edificio en construcción en Montecarlo. 1914.

Lovis Corinth | Edificio en construcción en Montecarlo. 1914.

Los magos de la literatura potencial que suelen juntarse desde hace décadas en el OuLiPo entienden que las constricciones son tan liberadoras como las paradojas, así que la idea ya viene avalada por las falsas apariencias. También son expertos en autorreferencias y plagios por anticipación, la mayoría provocados por la necesidad de dejarse tentar por lo lúdico para no enloquecer de adustas trascendencias, pero muchas veces además para esquivar los tópicos asentados o reescribir los viejos cuando los nuevos se vuelven aburridos. Sin las obligaciones de la cuaderna vía, la poesía no habría alcanzado nunca el verso libre, ni éste sabría repisar huellas de ritmos clásicos.

Otras constricciones a la creación, como las de los dineros y rituales de obispos, emperadores y banqueros, han cambiado poco, pese a que los artistas suelen proclamar su libertad a los cuatro vientos, ya que en su mayoría son gentes simpáticas que gustan de provocar hilaridad en las tertulias. No sé si esto compensa mis citas a Platón y Duchamp en un artículo anterior. Me parece que no. El caso es que voy a hablar de constructores, que comparten con los creadores de todo tipo el origen artesano, la pasión por llenar el mundo de objetos y puede que, en muchos casos, el ánimo de lucro fácil. (Me doy cuenta de que este texto tiene un recorrido lateral, de cangrejo violinista, y me alegro, porque creo que ese bicho siempre llega a donde pretende).

Una vez establecido que las restricciones forman parte del acto de creación y lo determinan (ya saben: aquello del medio y el mensaje), el problema se reduce a compaginarlas con la lógica (el objetivo debe ser comprendido y aceptado por un mínimo de pagadores) y con el empecinamiento newtoniano de las cosas en caer. La gran constricción de los constructores son las leyes de la física. Aducir ilusiones resulta de mal gusto cuando la gente pierde sus hogares.

Supongamos, mientras esperamos que se haga justicia, que un empresario se impone a sí mismo la tarea de gastar un par de cientos de miles de euros en transformar un local en un lugar agradable, un ‘locus amoenus’ (el latín mola, pero creo que los antiguos preferían encontrar el lugar ya hecho; en Arcadia, por ejemplo), y para ello estima que las ventanas y los muros se adaptarán a sus deseos. Puede que alguien le aconseje no hacerlo así, pero encuentro muy probable que nadie se atreva o que simplemente él no haga caso, porque quizá esté acostumbrado a tener licencia rápida para todo y alguien le ha adoctrinado convenientemente con los versículos de la mano invisible.

Los liberales de nuestro tiempo son grandes predicadores; los gurús le habrán explicado a nuestro hombre (podría haber sido mujer, pero ha sido imaginado como hombre) que, cuando una persona como él se pone en marcha, la providencia se moviliza a su favor. Esta idea, medio robada a Goethe, debe de ser una de las más repetidas desde que existen el coaching y la inteligencia emocional (convertir la emoción en adjetivo de un supuesto debería estar penado), pero es cierto que a veces la providencia de los intereses y relaciones se moviliza, los trámites se agilizan, se saltan denuncias, se cambian licencias, enmudecen los técnicos que deberían decir esto no puede ser, y todo se pone al servicio de un impulso superior.

Entran las excavadoras para dar forma al paraíso y se derrumba el edificio. Varias familias pierden sus hogares. Un hogar es mucho más que una casa o un negocio, pero sufre las consecuencias de la purísima satisfacción del principio de propiedad autorregulada sin constricciones, exigencia del mercado basada en el dogma de que al creador-constructor siempre hay que ponérselo fácil. No estoy de acuerdo: hay que ponérselo difícil; obligarlo a aplicar la ética y la inteligencia o, si no las tiene, a pedirlas prestadas a alto interés.

Quizá haya que acuñar, a modo de preverdad, el término “emprender al descuido” como acción y efecto de construir sin trabas. Gracias a las teorías liberales de la libertad económica (las otras libertades no son imprescindibles, como demostró la Escuela de Chicago en el Chile de Pinochet), las burbujas revientan o implotan porque, en medio denso, sólo contienen aire y, en medio débil, sólo las contiene el aire. Pero, por mucho que se adornen las obras, las constricciones no son sólo funciones de un juego estético, sino constantes que hay que respetar para evitar accidentes. Los que quieran hacer obras, que se lo trabajen como Miguel Ángel trabajó para quitarle al David el mármol que le sobraba.

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Bochorno

Es uno de los conceptos más poéticos que puede producir la ciencia. Viene a ser, si no lo he entendido mal, como la proporción de amor en el deseo o viceversa

Calor en la bahíh. RPLl.

Calor en la bahía | RPLl.

Santander en verano es maravillosa. Se detiene, se embotella y no colapsa. Parece soñada por un viajero extravagante, por ejemplo Raymond Roussel, que se desplazaba a lugares remotos para no salir de la intimidad universal del camarote, la habitación de hotel o la caravana que él mismo diseñó sin ventanas. No me hagan caso. Son lecturas de verano, párrafos disfrazados para fingir que todo trasciende.

Dicen que la ciudad fue construida en la ladera sur del cerro para dominar la bahía y protegerla de los vientos del norte y del noroeste. Pero en realidad fue para exponerla a los excesos del sur con algún resquicio para el nordestuco cabrón esquinado. El bochorno, que para los romanos venía (‘vulturnus’) del oriente, tiene la complicidad del sol, que delinea con su maquinaria analemática las fachadas de la ribera dejando en penumbra las trastiendas y, si además está nublado y la multitud no va a la playa, hace aflorar el poder de la masa, y entonces la urbe de 172 656 habitantes parece millonaria y concentrada en un lugar con una sola salida y una sola entrada. Aunque hay cientos de recovecos y escaleras y casas con balcones torcidos y patios trasteros traseros (no todo iban a ser miradores o mansardas) dispuestos como jardines colgantes venidos a menos, la mayor parte de las desviaciones parecen abruptas e inconfesables. El resto es paisaje nublado y espejo empañado.

(Bocinazos, imprecaciones. Aúlla un perro. El camarero no ha conseguido esquivar al tercer patinador y se ha caído encima de un quizá spaniel. El encargado de la cafetería acude iracundo al ruido de vajilla, pero hay demasiadas evidencias: la larga correa de lo que alguien del público no duda en definir como puto perro de los cojones sólo para que la dueña pida tolerancia; el obtuso tripulante de la plataforma patinadora como se llame o los niños jodiendo con la pelota como en aquella vieja canción. Hace un rato, para una señora literalmente estirada, no era más que el camarero imbécil que se cree simpático y confunde las comandas. Ahora es una víctima, y eso que todavía intenta sonreír como si le gustara trabajar doce horas diarias por el sueldo de ocho. Y se ha levantado y recoge la bandeja. Y pide disculpas no se sabe a quién. El encargado está mirándole y él se mira en la bandeja caída como Narciso en el pozo y repite lo siento, lo siento, y rueda un botellín de cerveza: ya sabíamos todos que el ayuntamiento no se ocupa de que las aceras estén bien niveladas; rueda y cae por el precipicio del bordillo, cruza la calle sin incidentes y se detiene ante los adoquines del otro lado, cerca del martillo neumático gigante que el operario ha dejado clavado en el cemento como una polla de acero; díganme que el símil es excesivo si se atreven.)

El bochorno es uno de los conceptos más poéticos que puede producir la ciencia. Combina la temperatura aislada de toda influencia con la humedad presente en el aire en proporción a la máxima que podría tener, lo cual viene a ser, si no lo he entendido mal, como la proporción de amor en el deseo o viceversa. No sé por qué estos conceptos me llevan siempre hacia ensoñaciones tropicales; quizá sea para desmentir la naturaleza norteña del fenómeno.

Como los carriles-bici reduciendo aceras han trasladado a los peatones el conflicto entre conductores de motor y ciclistas y corredores y patinadores de distintos tipos, las vías no motorizadas ofrecen un espectáculo innovador de zigzags y sustos. En donde las terrazas no alcanzan el nivel de desorden necesario, se instalan casetas. Un hombre vestido de prisionero de guerra se ha puesto a salvo en el espigón, mira la dársena y se abanica con las actividades de verano. Desempaca una phablet, le murmura un nombre e informa. Hay mucha cultura por medio: danza, aeróbic, magia, talleres para aprender a amarse… Stendhal hubiera reelaborado su síndrome tras una estancia en el Paseo Pereda.

Han acelerado las obras como en una stop-motion. Algo está ocurriendo. No han acabado de arruinarse los barrios destinados a la gentrificación, pero ya los están rodeando de novedades. Deben de tener prisa para algo. Rampas, ascensores, accesos. Quizá se trata simplemente de insinuar la posibilidad de movimiento en un lugar que no parece ir a ninguna parte. ¿Cómo se puede caminar en círculos en una ciudad-pasillo? Murales: también murales, con alegrías triunfales. Una frase de ‘La esfinge maragata’ en los muros del quinto pino sentencia una horterada sin contexto al pie del terraplén. Por cosas así nos amarían los dadaístas si no estuvieran a punto de ser archivados en un edificio bancario.

-¿Qué estás leyendo? -pregunta el enamorado en un banco bajo un tamarindo.

-Las bases de un concurso de ideas para una ciudad temática. Pero no las entiendo.

Pasa un coche con King África a tope y parece que el estribillo dice construir construir construir. No puede ser. Deben de estar obsesionados.

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