La noche se mueve (y desborda los paréntesis)

Después de la fiesta - contenedor de vidrio

Artículo publicado en eldiarioesCantabria

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El bien intencionado y razonable defensor del orden, la limpieza y el silencio ha estado a punto de dejarse llevar por el primer impulso al informarse o creerse informado de los hechos que se producen en Cañadío y otros lugares de reunión nocturna. (Todo esto se complica desde el principio, puesto que se habla de intenciones, raciocinio, higiene, calma, información, sistema y noche. Demasiados conceptos para una introducción). Ha estado a punto de dejarse atrapar por la criminalización del bajo poder adquisitivo (no quiero hablar de pobreza, aunque debería), el prejuicio sobre las taras sociales de los que no son pudientes o no les da la gana ejercer de tales, pero tratan de participar de un espacio de ocio público que parece (ahí ha descubierto la trampa) pertenecer a un mercado privado (el de los bares, en este caso). Lo que se dice una súbita activación de los estereotipos. En agosto, el calor y la referencia a la noche hace que cualquiera pueda caer, desprevenido, en los sesgos más burdos. Sin embargo -creo que es el hecho básico-, las plazas son de la gente: de toda. El llamamiento a la juerga lo reciben todos los oídos.

Resulta que hace décadas que la plaza se llena de gente las noches de verano y que los vecinos protestan por el ruido y la suciedad. Sin embargo, cuando las protestas arrecian, los hosteleros se quejan del botellón y le atribuyen todas las culpas. Los bienpensantes más autojustificativos, esos que odian pagar impuestos, pero reclaman lo que sea en nombre de ellos, han introducido como supositorio propagandístico la asociación botellón-vandalismo, y nuestro bondadoso ciudadano tiene que realizar un esfuerzo para sustraerse a la identificación del consumo en la vía pública de bebidas adquiridas en supermercados o tiendas, es decir, fuera de los establecimientos hosteleros, con esa útil etiqueta culpabilizadora.

Vamos que, si usted adquiere un cubata en un bar y lo pasea con sus colegas por la plaza, eso no es botellón ni aunque abandone el vaso en las escaleras de esa iglesia que es una segunda catedral (a algunas fuerzas todavía muy vivas no les bastaba la primera), tire confettis y bengalas o cante himnos esperantistas de exaltación noctámbula acompañado de vuvuzelas. (Por cierto, las celebraciones de victorias deportivas no cuentan como vandalismo ni contaminación acústica: que se sepa). Pero, si se trae su bebida, es usted un incívico. Molesta lo mismo que los que poseen un ticket de consumición (si se lo han dado en la barra o son tan poco compinches que lo han exigido), pero el estatus de comprador homologado determina el ser social, y el cargador de litronas, aunque comprador también, es un indeseable. Los marginados por los precios (estudiantes, obreros precarios, parados y/o rebeldes con o sin causa reconocida o reconocible) no se resignan a no integrarse (ya sé que suena a paradoja hacerse marginal para integrarse, pero es que creo que los que se quejan de los paréntesis deben asumir la alternancia de planos del pensamiento porque, si no, no vamos a ninguna parte) en el modelo veraniego que defiende esta ciudad. La noche es joven, móvil y caliente, afirma la publicidad (el día es más de yincanas “emocionales” en los jardines de Botín); pero hay que pasar por la caja indicada, claro.

El caso es que, al ver las imágenes del espacio público (ese que todos pagamos) lleno de basura, el honrado espectador ha estado a punto de indignarse con los sujetos pasivos del periodismo oficial, pero de pronto ha recordado que las calles peatonalizadas han sido en realidad privatizadas como terrazas de café y postureo y en algunas de ellas era más fácil para los peatones circular cuando había tráfico de vehículos porque, al menos, se sabían dueños de las aceras. Ahora, difuminada la frontera entre clientes y viandantes (hay ciudades civilizadas [aquí vale la redundancia aunque una ciudad incivil no debería ser ciudad] en las que las terrazas se separan con estrictas vallas, celosías, etc., y el porcentaje de terreno ocupado se somete a la transparencia), las dudas sobre el espacio urbano delatan su condición de espacio comercial donde se solapan condiciones de sede de ceremonias y promociones amplificadas, parque infantil, solaz de mascotas, restaurante y, con perdón, abrevadero. Recuerda además nuestro ciudadano la institución del caseteo, de discutible calidad sanitaria, pero intocable por aplaudida (tengo que retomar a Canetti), y que las salidas y entradas de toros y fútbol suelen dejar un rastro que también limpian las tasas del común.

Un día de estos, los comerciantes y hosteleros se quejarán de que todavía transita por sus calles mucha gente que no consume consuficiente constancia y pedirán soluciones a las autoridades. En el caso de los bares de las zonas de éxito, el botellón les viene muy bien para echarles la culpa del deterioro y exigir que se acabe con esa perniciosa libre iniciativa. El movimiento de cámaras de los reporteros y las fotos fijas de la prensa suele mostrar a los botelloneros como incontrolados en zona de guerra, pero nuestro hombre razonable ha asistido a veces al preludio (la logística en las tiendas chinas y supermercados, sobre todo los viernes, aunque en agosto todo se amplía) y reconoce en esos chavales bien organizados, maqueados como figurantes entre el mobiliario urbano de mercadillo, a los vecinos, amigos e hijos habituales que buscan desmadrarse (que también es socializarse) transportando la parafernalia festiva desde el espacio comercial que pueden permitirse hasta el espacio común que todavía no han podido quitarles. Consideran o intuyen que tienen el mismo derecho que cualquiera a hacer sucio, ruidoso e inhabitable ese espacio. La ley es igual para todos, ¿no? Comentan en la cola del súper la jugada de la tarde anterior mientras los que ya tienen 18 se ocupan de la compra y los demás hacen de porteadores. Cerveza, refrescos de naranja, limón y cola, vodka y ginebra, chips, galletas saladas… Camino de la cita comprarán hielo en un kiosco estratégico, para que no se derrita. Luego se sumarán, puede que de un modo un tanto esquinado, al bullicio de los que se pagan sus copas como la Asociación de Hosteleros manda. Si les expulsan, cambiarán de sitio.

El mundo es así. Unos orinan entre los contenedores de basura diseñados para luxar a los ancianos (esos contenedores que iban a ser inteligentes) y otros hacen cola para entrar a un retrete quieroynopuedo inundado. En eso, actores de botellón y clientes de bares son intercambiables. Hay quien dice que los segundos mean más garrafón que los primeros. Pero éstos serán segregados como lo están siendo las clases bajas en este proceso extremo de conversión de las calles y plazas de la vieja ciudad burguesa vertical en secciones especializadas y uniformadas. Lo que de verdad molesta a los generadores de clichés es la mezcla de categorías: enseguida les duele la cabeza.

Nuestro hombre ha decidido no dejarse embaucar: el origen del problema, una vez más, está en otros ámbitos.

Pícnic PGOU


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Artículo publicado en eldiario.esCantabria – Pícnic PGOU

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1. La novela ‘Pícnic junto al camino’, o ‘Pícnic extraterrestre’, de Arkadi y Borís Strugatski (publicada en 1971, Tarkovski hizo en 1979 una película que, en mi opinión, y pese a su excelencia, estropeó la historia con misticismo), cuenta las consecuencias de una acampada alienígena en nuestro planeta. Grandes zonas quedan contaminadas, llenas de radiación, materia alterada y basura de propiedades desconcertantes. Algunos de los objetos abandonados por los viajeros, que por lo demás han ignorado olímpicamente a la humanidad, son de gran valor para la ciencia, la industria y el mercado negro. Así que los stalkers, cazadores furtivos de deshechos maravillosos, se juegan la vida -y casi siempre la pierden o la arruinan- adentrándose en las zonas y compitiendo para hurtar algún hallazgo que los saque de la pobreza. La presa más codiciada, el producto comercial absoluto, es, por supuesto, un aparato que concede todos los deseos, y que tiene forma de bola de oro.

2. Gracias a las conferencias que está organizando la Plataforma Deba sobre el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) de Santander, sabemos que las actuaciones urbanísticas municipales están imbricadas en una trama no celeste, sino prosaicamente azul gris, de ese color financiero del asfalto. Por ejemplo, sabemos que las viviendas sociales están siendo (mal) construidas para satisfacer de antemano el mínimo del 10% de las edificadas y así garantizar los planes de conversión de la ciudad en un disparate balneario, la distopía inevitable si siguen en el poder los interesados en la dislocación del territorio urbano en un espacio blindado para residentes ricos y una periferia donde dormir para los vecinos sirvientes. También nos dicen que la extensión del Parque Litoral (por cierto que la Senda Costera ya estaba ahí y nadie la vio, y ahora es la interrupción de una orgía de cemento) sirve para cubrir con su nombre no resuelto el 5% de espacio verde requerido por habitante (el PGOU está delirado para pasar de 175.000 a 270.000), oxígeno que no tiene por qué ser mejor repartido porque el que hizo la ley sabía cómo hacerla. Que el Centro Botín supone la privatización del único espacio público que los santanderinos consiguieron reservar de los ensanches del muelle. Que pretenden la demolición de 3.000 viviendas sin realojo para los vecinos. Que surgirán nuevos y más marcados guetos. Que después de toda la destrucción, inversión, liquidación de lo público, es muy probable que la burbuja esta vez no llegue ni a inflarse y venga un nuevo abandono de los que se apresurarán a exigir que todos paguemos sus barbaridades y salvemos sus beneficios.

3. Mientras los que disfrutaron del pícnic anterior (esos eventos siempre han sido fuentes de negocios) preparan el siguiente contemplando el panorama desde sus paraísos, los buscadores de esperanza tienen cada vez más difícil creerse el guiñol de la igualdad de oportunidades que les venden los predicadores del emprendimiento y empiezan a intuir que acabarán entre la gran mayoría que renuncia a los derechos laborales, compite para turnarse en la precariedad laboral, se vigila entre sí por las propinas, acepta horas no remuneradas y que le descuenten del sueldo las herramientas y las ropas de trabajo o se derrumba en las colas de las miniayudas sociales, unos con esa dignidad de los que después de tantas estafas no aceptan la culpa de sus derrotas y otros con el autoengaño de echársela a cosmonautas incontrolados o, más patético todavía, a los inmigrantes y marginados, porque la miseria vuelve a mucha gente miserable. Parece que la defensa de un urbanismo civilizado (una civilización es una cultura de/con ciudades, pero el pleonasmo tiene excusa), unida a los movimientos contra desahucios y expropiaciones frente a la falacia de la gentrificación (‘gentry’: ‘hidalguía’, como si no supiéramos de esos cuentos por estos pagos), puede ser el factor antiletárgico que necesita esta abochornada ciudad. Ya superan la decena las asociaciones coordinadas para denunciar el PGOU. Cuando los stalkers se convenzan de que la zona tiene que ser de todos por imperativo no hipotético, sino categórico, habrá que empezar a retirar la basura, reciclar la chatarra, construir sin ladrillazos una ciudad integradora y dejarse de mitos de libre mercado. Porque no es solución matarse por los espejuelos digitales que tiran los excursionistas.

Santander, paréntesis de la mar

Que si hay que estar al nivel del Centro Botín. ¿Pero qué nivel? ¿Alguien sabe […texto autocensurado].
Un mirador para mirar lo que tapa, por cierto.

Serrón.

Ahora que resulta evidente que el edificio invisible va a obstruir la serena contemplación de la bahía, conviene insistir en señalar la tendencia local a ocultar la recreación espontánea ante el mar, la mar (pongan el sexo que prefieran, pero no exageren el género salino), como si tal acto, que en su día acompañó, sin duda, el momento fundacional de la ciudad (calma intermareal interrumpida, es cierto, por saqueos de hérulos y concesiones de abadengos con diezmo de la pesca, portazgos y pontazgos) tenga ahora que ser subsumido en el uso de arquitecturas que sólo permiten la observación desde los egos de sus arquitectos y patrocinadores. Desviando la brisa, claro, y poniendo en lugar del olor yodado el movimiento solar erróneo de una animación proyectada en el interior de un contáiner. Sí, esa en la que la luz parece venir de todas partes para negar la sombra que proyectará el monstruo. Ensimismamiento arquitectónico que encima desgrava. Entre paréntesis, diré que somos gilipollas. Bueno, se me olvidó el paréntesis. Desde fuera, ejercen de murallones, parapetos de la misma escuela de rompesendas, mientras llenan el interior con el paisaje robado. El chiste es fácil, pero inevitable: el paisaje es el botín (pero la corrección quiere que sea un honor, ni siquiera un rescate o la dote de la ciudad en boda de conveniencia) del Centro Botín, desde cuyo interior se verá muy bien la bahía, como desde un escenario-hornacina decorado con los conceptos y las formas del arte contemporáneo más ultraliberal y caro, un circo para la vista, con toboganes, neón y prosas autojustificativas (a los palanganeros culturales de toda laya les sudan los bolis de gelatina índigo con el logo de la llama blanca sobre fondo, eso sí, rojo corbata), dejando para el exterior un ambiguo tornasol: no creo que haya color más hortera que un blanco de pretensiones irisadas. Para mirar hay que entrar, dicen los teóricos de los espacios apropiados. O subir, como a la duna de Zaera, a la que la prensa ufana llamó “grada de España”, pero que ni siquiera es de Gamazo, y que obstruye la mirada a la mar desde el dique, ahora plaza con proyecto de asador incluido, es decir, futura terraza que hace hostelería de la arqueología industrial y separa la obra civil de su memoria de trabajo y mar. Aquí, para mirar el paisaje que tan bien trazó Hoefnagel, hay que subirse a un galpón de líneas metálicas, yerba falsa y triunfalismo trilero de un mundial cuyas cuentas no cuadran, pero que iba a ser al tiempo panacea y púlpito de epifanías. Porque, al parecer, para contemplar los mecanismos de la historia, éstos deben ser acolchados con tarima flotante y olor a churrasco, y siempre ha de haber cerca una mala imitación, sea de un museo de éxito, de una moda gastronómica o de una donación mediocre con nombre prestado. Creo que dadá pasa de la fuente y del bling bling con que los candidatos pasean en bicicleta (todos nosotros malvados electores esperamos que resbalen en el verdín sssflusss platch mierda de perros), se mojan los pies y dicen que se mojan, se reclaman de la diferencia, la exclusión o el éxito y hasta piden compasión por abusar del maquillaje azul impasible hielo de los que saben que siempre gana la banca. La mar cada vez recomienza con más dificultad (Valéry no te rías, no tiene ninguna gracia), cada vez es más difícil reiniciar la recompensa de la calma aun sabiendo que ahí sigue, estuchada como unos gramos de azúcar en ración de cafetería del Paseo de ese Pereda al que han tintado los jardines de un gris cielo viscosa. Y una pasarela del mismísimo cemento (encargarán un mural pijohipster a los equipos de emergencia creativa, seguro) en algo que nadie se atrevería a llamar lontananza: y una mala excusa para la escusa. De los ensanches inacabados pasamos directamente a las viviendas fortificadas y ahora planifican una ciudad fantasma gigante mientras los moradores (bella palabra olvidada en las colmenas) huyen cada vez más lejos para dejar hueco a los súbditos-clientes. Muchos huyen de verdad. Otros sueñan y votan porque se creen en el mejor de los mundos aburridos. Unos pocos protestan sin entusiasmo. Qué bahía más bonita, claman, qué montañas, qué nubes, qué calima. Qué pena no tener acabado el Cerco Cultural para culminar ya el prodigio con algún nuevo macroenlatado urbanístico.

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Etimologías

Gentrificación: ing. gentry [similar a ‘hidalguía’] <- fr. ant. genterise (s.XIV) 'de buena cuna', 'bien nacido', 'de alta alcurnia' [La socióloga Ruth Glass usó el término 'gentrificación' en 1964 para estudiar el desplazamiento de los trabajadores de clase baja de los barrios urbanos por las clases medias.] Ética: lat. ethĭcus <- gr. ἠθικός [êthicós] <- ἦθος [ëthos], 'carácter’. Estética: gr. αἰσθητική [aisthetikê] <- αἴσθησις [aísthesis], ‘sensación’, ‘sensibilidad’, 'percepción'.

Cita

6.42 Por lo tanto, puede haber proposiciones de ética. Las proposiciones no pueden expresar nada más alto.
6.421 Es claro que la ética no se puede expresar. La ética es trascendental. (Ética y estética son lo mismo.)
6.43 Sí la voluntad, buena o mala, cambia el mundo, sólo puede cambiar los límites del mundo, no los hechos. No aquello que puede expresarse con el lenguaje. En resumen, de este modo el mundo se convierte, completamente, en otro. Debe, por así decirlo, crecer o decrecer como un todo. El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices.

Ludwig Josef Johann Wittgenstein.
Tractatus logico-philosophicus, 1921.

Conmemoración

Después del incendio que en estas fechas conmemoramos, hubo una reconstrucción con trampas propias de la época, que no se diferenciaban gran cosa de las actuales. Poco después, el régimen se vio próspero y la ciudad se abandonó lánguidamente a una curiosa condición de ágora culta y cortafuegos del norte.

Descripción (descaradamente connotativa)

La “muy noble, siempre leal, decidida, siempre benéfica y excelentísima” ciudad de Santander expresa por todos los medios que la definen un concepto dúctil de sí misma. Sus habitantes (nombremos sin pudor a la mayoría por la totalidad) aceptan con entusiasmo que los creadores profesionales de opinión rediseñen cualquier mito informe y lo adapten como un fluido viscoso a una idea preestablecida. El objetivo, aparte de la satisfacción de los egos, suele ser difundir como memes las claves parasitarias de un mundo rentable a corto plazo para los intérpretes interesados de las vidas y habitaciones ajenas.
Es una ciudad paradójicamente desierta. Está tan llena de cosas y anuncios de milagros por venir que es difícil encontrar referencias sólidas en sus solitarias laderas de aliento austral. Laderas que, aparte de su funciones de abrigo y huerta, antes despreciaba la ciudad funcional, comercial y harinera, donde las partes del conjunto estaban bien delimitadas y jerarquizadas (zonas populares, centro histórico, centro renovado o ensanches, muelles y zonas de industria, mercados, barrios céntricos y periféricos, estaciones, instituciones, cuarteles, etc…) y que ahora urge encajar en la opereta postindustrial, posfordista o especulativo-financiera (tómenlo por donde quieran) para que algunos grupos sociales bien organizados obtengan rentabilidad económica y política e impongan al paisaje la estética correspondiente. Y me remito a lo dicho por el ingeniero austriaco: la estética es la ética. El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices.
Sin embargo (pero con embargos de ancianos enfermos), la doctrina oficial, que también es la más aceptada, mantiene con gran aparato electrónico (esos autobuses municipales repletos de pantallas) y eficaz papel tradicional (Santander es una sociedad de periódico único) que fuera de sus murallas infográficas hay un mundo en crisis, burdo y mal alimentado. Somos los mejores. La crisis fue una tormenta sin culpables. Ni siquiera la asunción de una ruina económica que llegó del cielo parece poder apartarnos del camino a un futuro futurista, narrado desde la prospectiva de aplicaciones cómodamente descargables y muy útiles para el turismo, es decir, para todos, porque en esta ciudad peculiar todos los habitantes somos turistas además de hidalgos, y a todos se nos presenta la urbe cada día como si acabáramos de descender de un vapor trasatlántico y preguntáramos en la chalupa por el nuevo casino de Monsieur Marquet.
Con esa tenacidad digna de figurar en los anales de la historia de las mentalidades que ha hecho innecesaria durante las últimas ocho décadas cualquier forma de transición local, la mayoría de la población acepta, como culminación de una historia dedicada al arte, la cultura, la prosperidad y la belleza de los espíritus, lo último en cesiones a la Banca y sus Fundaciones: los principios inamovibles de un Centro de Arte en medio del muelle y paseo marítimo, bloque blanquecinoirisado sombrío sobre unos jardines de asfalto resbaladizo teñido de azul grisáceo, continuidad de la historia de la ciudad disfrazada de contenedor cultural (una mala imitación del único centro similar de éxito de las inmediaciones) que cae del espaciotiempo cuando en la Europa que hemos hecho modelo empiezan a desinflarse (véase el artilugio anal de McCarthy) esas propuestas de vanguardia sin rupturas y conceptualismo sin concepto que han venido a continuar el arte sin conflictos dictado por Rockefeller cuando rompió con aquel rojo de Ribera. Cuestión de pactar el conflicto; la postmodernidad sin desconfianza produce bellas pegatinas sin expresionismos ni siquiera abstractos.
La gestión cultural municipal, ya de paso, ha sido entregada en nombre de la creatividad a una fundación de fundaciones y administraciones (Fundaciones Botín y Banco de Santander, Gobierno, Ayuntamiento) contra la que, al parecer, los agentes culturales y sociales tienen muy poco que decir, incluidas por supuesto las llamadas ‘opciones de progreso’, y se muestran dispuestos a colaborar con entusiasmo en el atrezzo. Lo mismo sucedió con el edificio: al fin y al cabo, todos lo querían; sólo molestaba un poco el sitio.

Paisaje expulsando figuras

Todo lo cual sería por supuesto una casi irrelevante cuestión de gusto y negocios dudosos si el relato de la ciudad ideal, su espectáculo y el lábil imaginario de la absoluta mayoría no sirvieran para velar tragedias. Pequeñas tragedias, las más dolorosas, sin el consuelo de grandes cantores. Porque entre el exceso de cemento y los acantilados rotos aparece un desplazamiento de la población al que no me parece desproporcionado llamar limpieza de clases.
Las definiciones más asépticas establecen que la gentrificación es una consecuencia del desarrollo de las poblaciones urbanas relacionada con las variaciones del poder adquisitivo de sus habitantes.
Dicho de otro modo, es el proceso por el cual un barrio pasa de ser pobre a ser de de otra clase más pudiente. La política urbanística es política de clases: no me digan que no se habían dado cuenta. Algunas (cada vez menos) recuperan barrios y protegen a sus habitantes, otras, las más, las que están acordes con la continuidad de la barbarie económica que nos trajo la ‘crisis’, gentrifica/nobiliza/elitiza el espacio, no las personas. A éstas las expulsa mediante métodos más o menos sutiles. Mientras el antiguo barrio y sus habitantes sufren el deterioro de las edad y/o la pobreza, las especulaciones hacen variar el valor de la propiedad. Los pobres, en lo sucesivo, no podrán comprar o alquilar nuevas viviendas; con el mismo fin, se hacen variar los impuestos municipales, que se convierten en un filtro de residentes. Es decir, todo se encarece para que sólo los ricos puedan pagarlo. Los comercios tradicionales, incapaces de pagar las tasas y competir, son reemplazados por nuevas tiendas exclusivas, franquicias, nuevos establecimientos de hostelería. Las casas arruinadas son reformadas o sustituidas por otras más lujosas. Sus moradores, obligados a aceptar ofertas y someterse a presiones que poco a poco van abandonando las sutilezas gracias a un aparato legal implacable, son reemplazados con bajo coste por personas de ingresos altos.

Recapitulación (con ira no disimulada)

La ciudad de Santander, atenta a las corrientes ideológicas dominantes que justifican el desplazamiento de dinero público por los cauces que lo llevan a bolsillos privados (es decir, más claramente, cargada de ideología y clasismo) ha emprendido hace años un proceso de remodelación que conlleva la expulsión de los que no encajan en el parque temático capitalino que forma su mundo ideal, de secciones bien reguladas: deportiva, comercial, veraniega, artístico-contemporánea. Alcalde, concejales, asesores y estetas dicen lamentar el daño producido a las personas que añaden a su condición de pobres la de estorbos. Parecen impelidos a actuar así por un designio superior que vuelve banal el mal provocado. Pero todo análisis desde perspectivas globales y locales denota, sin que las connotaciones anteriores lo alteren, que (aunque lo nieguen mediante la afirmación categórica “no puede ser de otra manera” o la más relativa “es que si no sería peor”), su elección es totalmente ideológica, calculada, interesada y ajena al bien común.
El supuesto designio superior puede ser claramente definido con los nombres y apellidos de los beneficiarios. Eso permite denunciar que un falso determinismo pretende engullir y separar la ética y la estética. Al escupir la primera enseguida por superflua, la segunda queda en manos de fundaciones creativas que pintan las paredes de las zonas de esparcimiento con audaces frases que piden pensar con el corazón o se quejan del exceso de policía; ya se sabe: es esa ingenua rebeldía vanguardista de los que pueden pagarse los cubatas.
Un repaso al plano de la ciudad permite comprobar el proceso, que abarca todos los barrios asentados en zonas que suponen atractivas para la construcción de viviendas que sólo podrán comprar los ricos o los que todavía pueden endeudarse, y un paseo real permite comprobar el deterioro de casas y calles que corresponde a la primera fase de la gentrificación: el abandono de los servicios y de las ayudas sociales para la recuperación de zonas y viviendas.
Para colmo, el mundo aparentemente idílico de la especulación inmobiliaria se sustenta sobre unas premisas ideales que, para empezar, no hallan réplica en la supuesta buena voluntad de los depredadores del beneficio fácil e inmediato. ¿Recuerdan que esta llamada crisis procede de una alianza salvaje entre los que sacaron y sacan beneficios de ella, es decir, bancos, constructores, políticos y economistas economicistas?
La propaganda afirma que una ciudad de menos de 200.000 habitantes, capital de una comunidad autónoma de 500.000, con cuyo territorio mantiene una escasa integración, devendrá una suerte de gran superficie, un mercado a la vez de élites culturales y náuticas, masas playeras, hostelería de todos los niveles… Y los santanderinos de a pie seremos a la vez turistas y empleados bien pagados de turistas.
Pero la experiencia acumulada parece mostrar que se trata simplemente de una rentable huida hacia adelante, basada en la sistemática credulidad de una mayoría absoluta que ve progreso en cualquier obra, que aprovecharán las empresas adjudicatarias de las obras y de las gestiones posteriores, expertas en el chantaje del beneficio mínimo asegurado y los puestos de trabajo en precario.
He aquí otro curioso efecto de la falacia de la comunidad de destinos: como ningún pudiente va renunciar a sus ingresos, todos los demás pagamos la diferencia; el dinero público seguirá sirviendo para empobrecer a los pobres y asegurarse de que los ricos no dejen de ganar.
Pero, sobre todo, conviene no olvidar que el sufrimiento de personas como la recientemente fallecida Amparo Pérez no es el lamentable efecto colateral de una política de progreso, sino la consecuencia directa de un saqueo planificado con agravantes de desdén y soberbia institucional.
Hay grandeza ética y estética (son lo mismo) en recordarlo.

Luxemburgo

Su-Mei Tse (con Jean-Lou Majerus), 2009. Tinta, piedra y hierro fundido, 220 x Ø 450 cm. Colección Mudam Luxemburgo

Su-Mei Tse (con Jean-Lou Majerus). Many Spoken Words (2009). Tinta, piedra y hierro fundido, 220 x Ø 450 cm. Colección Mudam Luxemburgo.

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Caballo de Mimmo Paladino

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No tengo claro por qué fuimos a Luxemburgo aquella vez. Creo que fue por azar, quizá por una lectura aleatoria del calendario.

Luxemburgo está hecha sobre bloques acantilados. Desde la ciudad moderna se ven, abajo, entre árboles frondosos, los tejados de la ciudad medieval como una pizarra en blanco, porque son de pizarra gris oscura.

Es la capital de un Gran Ducado. No llega a Reino, pero dicen que es un paraíso fiscal, es decir, que su riqueza (segunda renta per cápita mundial) proviene de un consenso internacional que le autoriza a beneficiarse de la evasión de impuestos de las multinacionales más importantes. Como para confirmarlo, la mayoría de la gente parece vivir muy atareada y hacerlo en un oasis. A veces, ponen emoticonos sonrientes en las marquesinas.

Todos los súbditos del Gran Duque hablan por lo menos cuatro lenguas, y da la sensación de que lo entienden todo aunque les pregunten en el idioma más ajeno del planeta.

No podía estar en mejor sitio la obra de Su-Mei Tse Many Spoken Words (Muchas palabras dichas) (2009, en colaboración con Jean-Lou Majerus) que en el Museo de Arte Moderno de Luxemburgo, su tierra natal.

Dice la artista que buscaba expresar el proceso completo de creación del lenguaje, el modo en que un pensamiento inicial o una idea se desarrolla, primero en palabras habladas y luego en palabras escritas. Se trata de una fuente con estanque, de estilo barroco, por la que mana un flujo continuo y rumoroso de tinta negra.

Esa polifonía artística y lingüística no impide una cierta amargura uniforme en los edificios que rodean al museo, demasiado grandes, demasiado limpios, demasiado bien hechos. Perfectos y rodeados a su vez de obras expansivas. Pero Luxemburgo, lo viejo y lo nuevo, es un lugar del que es difícil quejarse, aunque me he acordado de ese viaje porque de pronto el país más pequeño del Benelux que nos enseñaban en las escuelas de antes de la Unión Europea (también estaban la CECA, el EurAtom y el Bloque del Este) se ha vuelto últimamente un poco más malvado por culpa de las indicreciones de Juncker, todo un emblema.

Durante nuestra visita, no hubo ni un momento de disgusto. Ni siquiera cuando supimos que la casualidad había enviado al futuro una exposición de Raoul Dufy. Tampoco nos molestó comprobar que la democracia, la cultura, la convivencia armónica entre gentes de origen diverso, son cosas de ricos. No puedo hacer a esas gentes burguesas y amables culpables del desequilibrio ni ante una obra lírica, bella, repleta de historia y a la vez sencilla, de una artista, hija de un violinista chino y una pianista inglesa, que establece una reflexión calmada sobre el arte, el lenguaje y la historia del pensamiento gracias a que una profunda desigualdad ha producido riquezas ingentes.

El lema nacional afirma que quieren seguir siendo como son. Aquí no pasa lo mismo.

Las fotos que hicimos no son muy buenas, pero hay una fuente de tinta, un smiley y un caballo quizá troyano que me parece que ya no está allí.

Santander Littoral City (o La falsificación de la costa)

Entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX, en muchas ciudades costeras europeas, el litoral dejó de ser para la burguesía y la nobleza un vacío arenoso, cenagoso o rocoso, o un espacio de trabajo para la plebe, siempre fétido y malsano, y se convirtió en un ámbito codiciado, un lugar donde cultivar el cuerpo, la estética y las relaciones sociales y poner en escena una exhibición de clases en ejercicio de poder y de ocio saludable.
Los lugares de labor siguieron en sus márgenes productivos, machinas, arrabales y tendederos de redes, pero otros planos urbanos y rurales del fin de la tierra firme empezaron a llenarse de paseantes, sombrillas, bañistas, tertulianos, orquestillas, barquilleros, vapores de paseo, casinos, bailes con carnés, concursos de poesía premiados con una flor natural y reseña en los semanarios de estío…
Los pudientes se hacía llevar en casetas con ruedas al baño para remojarse agarrando maromas bajo la entregada supervisión de apuestos bañeros profesionales. Cuando fue necesario expulsar de los muelles céntricos a pescadores y estibadores, se hizo sin miramientos, y por lo general, a menos que las lagunas históricas se llenen con nuevos datos, el pueblo de nuestras costas asistió sumiso a la intromisión de las clases altas en un territorio que él había disfrutado tanto como sufrido. Con sentido práctico, los pejinos apreciaron enseguida el valor de intercambio del litoral y empezaron a emplearse en los nuevos servicios estacionales. El veraneo regio (Leopoldo Rodríguez Alcalde lo contó muy bien desde su simpatía con el régimen) aportaba populismo además de dinero.
Los balnearios se complementaban con hipódromos, campos de tenis, tiro al pichón, restaurantes. Todo ello supuso una fuerte modificación del paisaje, pero las minorías pudientes no necesitaron, en aquel primer estadio de lo que el historiador Alain Corbin llamó “la invención de la playa”, llevar a cabo un asalto brutal a la orografía. Sus valores no estaban dominados por la pulsión de convertir el espacio en un estereotipo infográfico. La demagogia no nadaba en un cenagal mediático. Los mecanismos de incremento de la riqueza de los privilegiados no necesitaban las burdas tautologías políticas de la ingeniería financiera actual.
Los miembros más aventureros de las clases con derecho a la reinterpretación del litoral como ocio no eran demasiado exigentes. Aceptaban ciertos riesgos. Aprendieron a deambular por los acantilados sorteando los peligros del viento y las torcas. Algunos descubrieron tristemente que los caballos de paseo son sensibles a la furia del mar, como atestigua el Panteón del Inglés que en Santander rinde homenaje a William Rowland.
Más tarde, con la industrialización y el consumo, el veraneo se hizo turismo de masas y ocupó con distintas categorías de urbanismo los espacios disponibles. Aunque los ricos no perdieron posiciones y se siguieron reservando las mejores calas, la masificación de las clases medias asaltó la costa y adaptó el espacio a la ideología del ocio consumista. La evolución de ese desarrollismo, y en gran medida su declive, ha conducido a una reelaboración que tiene mucho de huida hacia adelante o de fracaso premeditado y que, si una sociedad cada día más cabreada no lo impide, cumplirá su función de desplazar dinero y patrimonio públicos hacia manos privadas con una excusa simple: puesto que lo multitudinario no puede ser lujoso (el lujo al alcance de todos es una falacia que aleja a los multimillonarios hacia destinos más exclusivos, exóticos o artificiales), debe ofrecer un espejismo de cemento y ruido, abundante en neón y exhibiciones de aerobic, que simule el ideario vacacional de la propaganda televisiva. Y eso, por supuesto, incluye al paisaje, que no suele valorarse como tal, sino como una pantalla que hay que llenar de estereotipos.
Así, entre hoteles y campos de golf, los paseos deben ser asépticos, regulares, fáciles. Eso no quiere decir que antes fueran difíciles. Todo es mejorable, pero la senda litoral que justifica este artículo ha sido transitada sin problemas desde hace siglos por todo tipo de gentes.
En la misma zona donde el autor de libretos de zarzuelas José Jackson Veyan perdió a su amigo Rowland, que también contiene la playa de El Bocal y lo que queda del Puente del Diablo, el Ayuntamietno de Santander y las autoridades marítimas con competencias para ello se han empeñado en hacer del camino de Cabo Mayor una especie de paseo-mirador, para lo cual, sin contemplaciones, se han destruido las piedras, cementado los caminos y expulsado a la vegetación, supongo que porque, en el modelo turístico imperante, todo lo que no sea ortogonal, esférico y, en general, regular, es un estorbo indigno de formar parte del paisaje o de los accesos a su visión, independientemente de que el paisanaje lleve siglos haciendo un uso continuado del lugar.
Ya que los pobres cada vez son más pobres y los ricos son demasiado ricos, podemos pensar que el estereotipo de turista medianamente acomodado que presentan como coartada los gestores abanderados del bien común es fundamentalmente imbécil y alérgico a las formas naturales. Curiosamente, es el modelo ideal para justificar las obras y el gasto público previo a la privatización de terrenos costeros con la excusa de un desarrollo probablemente inviable por falta de clientela, pero eso no importa mucho, ya que el riesgo económico lo asumimos todos y la supuesta iniciativa privada puede adaptar las condiciones de las concesiones mediante los chantajes habituales. Me estoy acordando del superpuerto de Laredo, pero no quiero salirme de la senda de Cabo Mayor, que ha sufrido a toda prisa (aceleraron las obras en cuanto empezaron las protestas) un proceso planificado de homogeneización, es decir, de destrucción, aplastamiento, anulación de la diversidad geográfica y estética, para adaptarla al funcionalismo sin matices de las finanzas. De este modo, el mantenimiento posterior se reduce al mínimo, se evitan los desequilibrios del medio e incluso se enmienda la erosión, esa técnica escultórica equivalente a una verdadera escritura automática, que tanto molesta cuando, por ejemplo, hace desparecer las pruebas de las llegadas de barcos de piedra cargados con cabezas de mártires.
A la vista de los planes expuestos, es de esperar que se produzcan nuevos y mayores actos de vandalismo institucional, siempre en la misma línea de considerar que las piedras no son geografía, para hacer de los lugares isotipos de la fachada litoral (la autoridades dicen “frente”, como en un lapsus militar que delatara la agresión) que apenas empezó a prefigurarse en los tiempos de los jinetes de los acantilados y que hoy desdeña la ciudad interior y la mar de los marineros con la misma intensidad con que busca convertirse en una postal digitalmente manipulada. Ya saben: puro emblema suplantando su propio paisaje.

Un comerciante del Santander de casi siempre

Es una de las pocas personas que conozco que todavía usan la palabra “raquero” como insulto. Debe de ser atávico. Los chavales les hurtaban a sus antepasados miserias de abarrotes en plena descarga de los pataches de cabotaje o directamente del mismísimo colmado de “ultramarinos y coloniales” en los tiempos en que todo era tan transparente que el horizonte coincidía con la memoria y los muelles con la calle de la Ribera. Son relatos familiares que imprimen carácter, aportan circunspección, añaden tipismo y vocabulario a las coordenadas de la autohistoria que hay que establecer nada más acabar el primer párrafo.
En la subcápsula espacio-temporal medianamente inmediata de la ciudad las cosas ocurren antes o después del incendio del 41. En una subsección un poco más amplia habría que referirse al antes y al después del intercambio atlántico de la harina, lanas y algo de hierro por productos de las colonias (ron, azúcar, cacao, café, palo campeche…), un comercio nada vergonzoso si lo comparamos, por ejemplo, con el triángulo de oro de la esclavitud.
-Nos hemos pasado la vida perdiendo oportunidades a propósito -dice-, y lo tenemos a mucha honra.
Pero en el ámbito prosaico del presente ya no hay lugar ni para renunciar a la aventura, pese a esa retórica que quiere hacer a los parados autónomos y a éstos protagonistas de una epopeya emprendedora. Las pantallas superpuestas de las grandes superficies, las franquicias, las marcas y el consumo popular de bibelots asiáticos (donde los pobres pueden comprar a lo loco, como nuevos ricos) empañan la salida de escena de una clase de pequeños y no tan pequeños comerciantes que, como la nada sufrida clase media, pero con más propiedades, hasta hace poco se creía rica o, por lo menos, acomodada hipótesis de equilibrio social. La salida del escenario es real; no hay metáfora: se privatizan las calles, se encarece el suelo, se controlan los precios de los suministros, los clientes se blindan en sus coches a las horas que les da la gana; sólo los grandes o los muy unidos pueden competir.
Es momento de un respiro. Nuestro hombre despliega el periódico parroquial. Afuera pasa El Sardinero de verano. Las casetas azules y blancas evocan chistes de velocípedos. Él es un comerciante del centro, pero la jubilación lo ha alejado (en todos los sentidos) de lo que fue su territorio.
-Siguen haciendo murallones.
Señala una foto a toda página del nuevo centro de exposiciones, todavía en construcción. A pesar de los esfuerzos del fotógrafo, oculta la parte principal de la bahía y parece caído sobre un lamedal azul cemento.
-Y da mucha sombra.
-Y han puesto unos montajes con letras grandes: CULTURA, ARTE… Se nombra la cultura y viene sola. Había más cultura en la guantería de mi abuelo de la calle de la Blanca que en toda la ciudad actual.
Si le pregunto qué entiende por cultura, nos desviaremos del tema. Mejor lo dejo. Dicen que la tal Blanca fue una prostituta del siglo XVIII. Estamos de acuerdo en que nunca debió desaparecer del callejero. Había en esa calle varias tiendas de complementos, y algunas competían por organizar tertulias. Hablaban de próceres, amores y naufragios y trataban de dirimir si alguna de las sombras de mendigos que merodeaban entre los bultos de estiba de las machinas era la del capitán del Machichaco, quien, como todo el mundo sabe, sobrevivió a la catástrofe y se volvió loco porque nadie quiso reconocerlo. Tampoco conviene discutirle eso a nuestro hombre.
-La mayor preocupación de mi abuelo cuando vendió el almacén y se volvió tendero elegante era que en el muelle no estibasen cerca de los tabales de arenque los pedidos de cabritilla, que son pieles muy delicadas y cogen olor, como las personas. Contaba que de joven le había dejado una novia por culpa de las salazones. Digan lo que digan, en esta ciudad no gustan los aires demasiado portuarios, me refiero a los de verdad, no a los de la literatura. Ciudad náutica, puede; ciudad portuaria, por necesidad, y cada vez menos, hasta llegar a lo de ahora, o sea, taponar los muelles. Y, en cuanto se perdió Cuba, se perdió todo lo exótico, los últimos en desaparecer fueron los loros, que son longevos. A mi padre le gustaba la palabra “ultramarinos” y enseguida empezó a echarla de menos en las muestras: si no vendemos lo producido aquí ni lo que traemos de otros sitios, ¿qué vendemos?, decía. Hasta se compró un libro titulado “Ultramarina”, de un borracho llamado Malcolm Lowry, sólo por el título. Lo leía con dificultad: “es de un chico rico que quiere ser querido por la tripulación de un mercante y no sabe si ir de putas”, decía, “no se si lo entiendo: desde luego, no es Pereda.”
Ahora ha llegado al final del periódico y mira con desprecio los cotilleos de la contraportada.
-Lo que quería decir -tabletea sobre el peinado demasiado liso de Su Majestad la Reina como si le pesara haberle regalado un palacio- es que la venta parecía hacerse sola. Mientras los novelistas, poetas, pintores, médicos y abogados discutían en la trastienda, sus señoras encargaban aderezos. Y, cuando los complementos perdieron clientela, el abuelo contrató sastres y aprendices y se puso a vender camisas a medida. No te voy a decir que no fuera algo negrero, la tradición familiar lo sostiene, pero pasó por todas las broncas del siglo sin problemas, con una neutralidad apabullante, incluida la guerra civil, durante las dos ocupaciones siguió con su vida como si nada, y ninguno de los bandos se ocupaba de él, los dos pensaban que era de los suyos, o sea que siguió ganando dinero incluso cuando había hambre, no mucho, nunca se hizo rico, somos pequeños comerciantes, no valemos para más. Y después del incendio tampoco le fue mal en la barraca provisional hasta que recuperó su local y consiguió, consiguieron, que todo siguiera igual, un igual diferente, pero era igual, yo ya me entiendo, y tú también. El negocio llegó a mis manos en los 70. No tuve que hacer gran cosa. Como se habían ido reduciendo los encargos, me pasé a la manufactura, de calidad, eso sí, y sólo necesité hacer ampliar las solapas para aquellos hippies del Río… Ya ves, pasamos de los abastos a una tienda cara y luego a vestir a la clase media, que entonces incluía también a los obreros, o era que no había pobres, no sé cómo era eso…
Se mueve en el tiempo como un personaje de Vonnegut: cuando algo lo hiere, huye. Creo que nunca se ha detenido tanto en el pasado, pero tiene una colección de recortes. Los semanarios de principios del siglo XX nombran el establecimiento como patrocinador de las Fiestas Patronales y lo destacan en los faldones de las páginas derechas con un recuadro de bordes modernistas primero, luego decó, luego nada; aquellos semanarios liberales (insistía Simón Cabarga en pleno franquismo que aquí éramos, somos, en esencia, liberales) se hicieron humo y hubo que recurrir a sobrios anuncios en la prensa del Movimiento y en la ultracatólica e insistir en que los rojos no llevaban sombrero.
Hay cuestiones en las que pierde esa pátina tolerante; la tolerancia tiene eso, que no posee la fuerza de la tinta roja de campeche. Desde que se jubiló, pasa poco por el negocio, que ahora está en liquidación de existencias, lleno de carteles a rotulador con los precios de antes tachados y los de ahora resaltados con fosforescencias. Lo llevan su hija y su yerno. Están en tratos con una franquicia de alimentación. Pretenden venderles delicatessen a los turistas, es decir, han aceptado las instrucciones del alcalde, que quiere superar el veraneo tradicional y basar la economía de la ciudad en escalas técnicas de cruceros, campeonatos de vela, aficionados al arte contemporáneo sin conflictos y visitantes de fin de semana. El problema es que muchos han tenido la misma idea y ya abundan los locales con latas de anchoa preparadas para regalo en cestas de falso mimbre envueltas en film, botellas de aceite con lazos, tajadas de bacalao rodeadas de tarros de pasta de choricero, aceitunas demasiado verdes… Otros, simplemente, venden donuts de colores. Nuestro comerciante de casi siempre ha tenido que replegarse a las cafeterías de las inmediaciones del casino para no enredar sus días en una escala temporal que las autoridades llaman revolucionaria, señera, de progreso…
-Y una mierda -dice-. Pura decadencia. Sólo ganarán los grandes.
El centro de la ciudad ya no le gusta ni en invierno ni en verano. No es una cuestión de exilio interior. Él no es de esos, él no perdió ninguna guerra. Durante décadas, él y otros como él se ocuparon de que no vinieran cambios bruscos ni desde arriba ni desde abajo. Los comercios abrían a sus horas, la gente compraba cuando tenía que comprar, las plazas públicas servían para pasear. Y últimamente, en caso de apuro, siempre había subvenciones; pero el caudal ha sido desviado: ellos no pudieron alcanzar el poder fáctico suficiente para modificar el lenguaje y hacerlas llamar rescates. La clase política nacida de ese silencio rentable se ha hecho devota de la planicie aséptica de las grandes superficies, las marcas que son también tiendas, las devoluciones con reembolso sin problemas, los dependientes proletarios que nunca tendrán la oportunidad de llegar a ser “casi de la familia”. Quién le iba a decir a él que la ley natural de la acumulación del capital iba a llegar hasta este remanso para imponer una brutal libertad de horarios. El gran trasvase los ha alcanzado.
-Canallas. En cuanto han aparecido esos predicadores financieros, nos han dejado tirados. Se han puesto a liquidarlo todo. Lo gracioso, y yo no me meto en política, es que todos esos que mandan son obra nuestra. Dicen que esta es una ciudad muy inmovilista, pero de eso nada; en pocos años se ha revuelto como el mundo desde lo del muro, ladrillazo, especulación, franquicias, turismo a lo bestia. Os quejabais de nosotros porque nos creíamos algo, pero por lo menos vendíamos cosas de verdad, el dinero se movía con prudencia y nuestros intereses coincidían con nuestras ideas, pero ahora las ideas van por un lado y las cosas van por otro, y no hay manera de saber de quién es la cosa porque el que tiene las ideas y cobra no da la cara. Todo es turbio. Cuanto más legal, más turbio. Todos van al raque, y a lo grande, provocando naufragios.
-Pero la mano invisible que regula el mercado…
-¿Me estás tomando el pelo?
-…