No hace falta un fanático doctrinario para confirmar la solidez de ese mundo tan acomodado.
La trampa de moda (aunque el término fue acuñado por intelectuales católicos en los años 90) consiste en llamar “ideología de género” a la defensa de medidas contra las discriminaciones y agresiones específicas que sufren las mujeres. Supongo que el método también sirve para etiquetar como “ideología de raza” a la lucha contra el racismo o “ideología de clase” a la lucha contra las desigualdades sociales. Pero la violencia machista, la segregación racial o el bajo poder adquisitivo son hechos que afectan a grupos concretos y exigen soluciones concretas, así que el uso del término delata la intención de manipular el concepto de ideología (“conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc.”, dice el diccionario) para presentar las posibles modificaciones de las situaciones de injusticia -cómodamente instituidas para algunos- como caprichos destructivos y ‘artificiales’ opuestos al orden que se considera ‘natural’. Esa idea de la naturaleza anclada en el diseño patriarcal declara inmutable un orden superior antifeminista, supremacista y asentado en privilegios económicos; un orden que -hay que citar a Hannah Arendt una vez más – impone a sus fieles la banalidad del mal que explica tanto la crueldad de las consignas como la pasividad o el temor a la libertad propia y ajena.
La mayoría de las veces, no hace falta un fanático doctrinario para confirmar la solidez de ese mundo tan acomodado. Por ejemplo, ese hombre que ahí veis, con cara de recurso literario, pasó el otro día bajo el arco de leds de la plaza del ayuntamiento, contempló los renos escarchados que pastaban electrones mientras niños de azul y niñas de rosa se dejaban fotografiar y dijo: qué bonito. Después admiró la pantalla gigante que emite anuncios sexistas en la parada del autobús y manifestó: qué maravilla. Luego entró en una cafetería, donde se le unió su señora, que venía de la compra, para mirar hipnotizada el telediario mudo del televisor panorámico alzado al fondo, a la derecha, como las letrinas de la información (‘el ojo es ojo porque te ve, no porque tú lo ves’, decía Machado), mientras él leía y comentaba el periódico.
Hubo un instante en que el titular en papel coincidió con el rótulo que pasaban bajo el carrusel de imágenes: Rebeca Alexandra Cadete abrió la puerta a su asesino para que éste no molestara al vecindario. Un error fatal, decía el periódico. Ya era el motivo recurrente del día la primera víctima de la violencia machista del año en la circunscripción geográfica de referencia obligada. La mujer temía que la bestia alterara la convivencia. ¿Cómo se fio de él? Hablar ahora del peso de la cultura o el arte del amor deslumbrado a medias por el pragmatismo económico y la pasión romántica sería probablemente una pérdida de tiempo. No hay reflexión que valga sin leyes protectoras con efectos cotidianos.
De pronto, ha aparecido el consuelo de la fatalidad. La pena es una cosa muy rara. También la culpa. Una fatalidad. Todo es comparable, aunque duela. También lo incomprensible. El hombre asiente, su señora asiente, el camarero asiente probablemente por principio profesional. El medio ha elegido la anécdota que parece estar ofreciendo una válvula de escape: el error como confirmación de lo inevitable. Seguro que el redactor sólo buscaba un buen título que adornara la noticia; es el viejo problema de las originalidades vacías: que apelan al tribunal del inconsciente.
¿No se pudo evitar? Lo inevitable suele ser un argumento más para los cómplices, un apartado más de la retórica de la sumisión. Antes morían menos mujeres porque aceptaban su destino. El hombre que lee, la esposa que confirma, el periodista que presiente el desequilibrio entre la fugacidad de las imágenes y titulares y la intensidad de ese instante en que alguien abre una puerta (por civismo o por una vergüenza adquirida mediante la culpabilización ante los actos masculinos), todo parece el decorado perfecto de una resaca navideña, cuando azota el solsticio los últimos latigazos de la inversión solar con toda la rabia del invierno de postal.
Los tanques blindados del pensamiento, asustados por el feminismo, tramaron la etiqueta de la ideología de género para negar la perseverancia de una situación de dominio asentada con consignas de prejuicios; entre ellos el de dejar un resquicio para la duda sobre la responsabilidad de la víctima, que quería seguir viviendo sin molestar a los vecinos. Podía haber dejado la puerta cerrada. Podía haberse resistido más. Podía haber elegido a otro hombre. ¿Podía?