Un día, avanzada la primavera, llegó S. empeñado en que había visto una oropéndola (Oriolus oriolus), ese ave de plumas doradas que no debe de ser un pájaro cualquiera. Se la había topado al abrir la ventana, hacia el mediodía, en una rama del árbol de enfrente de su casa.
-Improbable -dijo el que sabía de pájaros.
Según la wikipedia, su plumaje dorado hace frecuente que se la confunda con destellos solares. Destellos solares anidados: un concepto literariamente efectista, pero que no lleva a ninguna parte y deja a un personaje sumido en la duda. La oropéndola es inteligente, escurridiza, inquieta, lo mismo vuela alto que salta de rama en rama. No debe de haber ave más imprevisible.
-Hay miles con esa conducta -incordia el ornitólogo.
Después de desconcertar a S., la oropéndola desdeñó el árbol que estaba investigando al decimoséptimo cambio de quima, sobrevoló la carretera donde las ondas del asfalto parecían florear una roulade inconclusa, luego un prado con unas cuantas rotopacas de yerba ensiladas en polietileno negro (con tratamiento antirroedores), otro con una decena de bañeras convertidas en abrevaderos (la frustración de una urbanización cercana provocó un excedente), pero donde hace mucho que no hay vacas, y luego una explanada con media docena de infraviviendas alineadas en un orden riguroso, formando una calle que acaba en una farola (un poste con bombilla enrejada y electricidad robada) a la que alguien ha abrazado un espantapájaros que mezcla madera, poliexpán, tela, zunchos blancos y, para formar el pelo, bridas ratten multicolores. Al ave nada de eso le produjo el menor desconcierto.
-A la oropéndola no le afectan los espantajos. Es casi omnívora. Puede pasar de los sembrados si hay insectos.
Espantajo, espantapájaros, asustacuervos, simplemente espanto. De los nombres del muñeco patético salen todos los sinónimos de una solitaria silueta en medio de un campo. Paisaje que ahuyenta figuras. El espantapájaros es el amo del prado, pero nunca obtiene beneficios. El pájaro se permitió despreciarlo con un par de círculos burlones. Luego cobró altura hasta divisar a un lado la mar y al otro una columna de humo de neumáticos quemados. Un humo tan negro que parecía sólido.
S. insistía. Había visto lo que había visto.
-¿Hiciste fotos?
-No. Fue por sorpresa.
-Entonces, olvídalo. Los observadores de pájaros son como los pescadores: nadie cree en las descripciones de los peces que consiguen soltarse del sedal o les roban los tiburones.
Alguien preguntó si el mejor punto de avistamiento de oropéndolas no será un punto extremo real o imaginario, algo como el abismo Challenger o el momento en que corremos sin avanzar un instante antes de despertarnos sedientos.
-Esta tertulia degenera -dice el jugador de No-A recién llegado del festival de blues de Chiba.
En un súbito efecto especial, un ave paseriforme de unos 25 cm, propia de las regiones templadas del hemisferio norte, de cuerpo amarillo dorado y alas y cola negras, se coló aleve por la puerta, esquivó el ventilador tipo Corazón de las Tinieblas y fue a posarse sobre el hombro izquierdo de S., quien, lejos de mostrarse ufano, hizo como que no asistía a ningún prodigio.