En uno de los textos de mi libro Zinderneuf y otras experiencias hay un error garrafal del que me siento orgulloso. El diamante al que se refiere el relato del agrimensor es en realidad un zafiro. Una joya azul que, al contrario de lo que sostiene el narrador, existe en paradero desconocido y un día empujó a unas cuantas personas hacia diferentes transcursos. Algunos dirán que fue un instrumento del destino, pero tal concepto empezó a devaluarse nada más nacer de un parto de la necesidad (el supuesto progenitor fue el tiempo) a la orilla de una laguna donde crecían plantas cuya ingestión borraba la memoria. En fortificaciones abandonadas a la arena es mucho más fácil convertir en zafiro un diamante, aunque la falsificación tenga tan poco sentido como en Wall Street (donde toda riqueza es espiritual: no se representa con objetos sólidos) y su valor literario (se trata en todo caso de una piedra inencontrable) sea el mismo.