Estábamos sentados a la puerta de la discoteca. No recuerdo si nos habían prohibido la entrada o nos habían expulsado por lo avanzado de la hora. El tipo, desastrado, llegó renqueando con la dignidad de los perjudicados. Llevaba en la mano izquierda, no sin elegancia, un canuto de por lo menos cinco papeles y, en la derecha, más al desgaire, una litrona más caoba que rubia. Llamó al portón a patadas; sonó como lo que era: la entrada de un antiguo garaje. Salió el portero y le dijo que estaba cerrado. El otro retrocedió unos pasos. Desde una distancia teatral, le espetó al gorila:
-¡Vil! ¡Truhan! ¡Canalla! ¡Inmensas cantidades de inusitada vileza se acumulan en tu nauseabunda personalidad!
Luego echó un trago largo y altivo, inhaló un cometa y exhaló nubes rifeñas. Emitió una carcajada de supervillano de Leoncavallo, dio media vuelta como quien se envuelve en una capa y se alejó hacia los muelles.